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El redactor jefe de Ciencia de EL MUNDO, Pablo Jáuregui, me ha dado esta semana una alegría ZEN al mostrarme un estudio publicado en el prestigioso British Journal of Sports Medicine. En él se pone por las nubes el taichi, la gimnasia china del movimiento lento. 

Hasta ahora, se sabía que este arte marcial mejoraba nuestra condición física y mental, de lo que no había evidencia científica era de que sirviera para dar más calidad de vida a los pacientes con artritis, cáncer de mama, problemas respiratorios tipo EPOC o, incluso, quien ha sufrido un ataque al corazón.

El estudio observacional fue realizado en 1.584 pacientes de las enfermedades antes descritas, con edades comprendidas entre los 50 y 70 años. Realizaron taichi durante 12 semanas, en sesiones cercanas a la hora, cada dos o tres días.

Los resultados demostraron que practicar el también llamado kung-fu interior les reportó una mejora de su capacidad física y muscular. Además, se constató que poner en práctica las coreografías del taichi no les provocó un aumento del dolor o un empeoramiento de la respiración en aquellos enfermos con problemas pulmonares.

Para celebrar este ensayo y poder experimentar los beneficios de esta disciplina llena de movimientos armónicos, llamo a la Asociación Española de Taichi Xin Yi y me cito con cuatro de sus profesores en los  jardines de Cecilio Rodríguez del Parque del Retiro de Madrid.

Antes de empezar la clase magistral, me leo la cita con la que ilustran la web de Xin Yi. El asunto va de humildad, ese ingrediente que tanto nos cuesta trabajar, al menos a los periodistas: «Un buen alumno debe saber decir 'yo no soy el mejor, yo puedo aprender todavía'». Palabras sabias de la maestra Shao Hui Fang.

Llego al jardín con aspecto de runner reciclado y me guío por la música china. Veo a una docena de personas en plena coreografía y pregunto por Juan. Me responde y resulta que no es mi contacto. Hay más practicantes, más Juanes, pero tampoco son mi hombre. Al final, acudo al tan poco taichesco teléfono móvil, aunque lo fabriquen en China, para dar con mi grupo y disculparme por llegar siempre tarde costumbre muy poco ZEN, por cierto.

En la puerta principal me esperan Juan Pérez, Margarita Laguna, Juana Jiménez y Benito García. Todos, convenientemente arreglados con su atuendo negro de monje shaolín y su espada de exhibición.

Me  colocan en el medio del cuarteto y arranca la clase. Flexión de piernas inicial, balanceo, equilibrio y los brazos comienzan a peinar el espacio. Mi coordinación deja mucho que desear, pero el ir y venir a derechas e izquierdas me cautiva. Los movimientos que imitan al caballo, los barridos con las rodillas, el arte de acariciar un instrumento (tocar el laúd) se suceden sin prisa. Atrás quedan los ruidos del jardinero que maneja la sopladora y la mirada asombrada de los pavos que corretean entre los rosales.

Los cuatro jinetes del taichi me demuestran que tienen sentido del ritmo, elasticidad y concentración. Mientras trato de imitarles, ellos juegan a empujar la energía con sus dedos y a cuidar su tantien, el centro energético que sitúan debajo del ombligo. Yo soy incapaz de apreciar esa electricidad vital, pero me quedo con la sensación de relajación, de control de la respiración y, cómo no, de estar practicando otra forma de meditación. Una especie de mindfulness, pero en movimiento.

JUAN FORNIELES

@jfornieles

Zen - El Mundo
http://www.elmundo.es/vida-sana/2015/10/01/560bf54f46163f51158b457f.html

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